martes, 22 de enero de 2008

amalia



Amalia se llena la boca de pasta de dientes y escupe sobre la pileta.

Estoy segura de que tiene la barriga llena de agua, la vejiga llena de orina, y quiere reventar pero no puede.

Amalia: no importa el color de tu pelo, ni el de tus ojos, no importa ninguno de los recovecos de tu cuerpo, que era hermoso. No importás tú, aunque insistas junto a la heladera o frente a la ventana.

La gente pasa y mira. Mira y no hace nada. Las personas quieren morirse de viejas y sin problemas. Como tú, y como yo.

Más conveniente sería que te cortaras el pelo y dejaras de ponerle tinta roja al shampoo. Más valdría que cuando te sientes a esperar que se termine la siesta, te vistas y no te quedes en camisón, ni semi desnuda.

Tu desnudez ya me da pena. Y te hablo como hombre, porque cuando te hablo, me hablo a mí misma. Tan original soy…

Amalia, no vuelvas a morirte nunca más. No vuelvas. Amalia, veo tu espalda, lisa y color ocre, sobre el colchón tirado en el suelo. Veo tu espalda y quisiera tocarte con mi mano. Dejar mi mano sobre tu espalda. Soltar mis dedos, dejarlos caer.

Amalia, la sábana te cubre recién cuando empieza tu cadera. Tu pelo largo sobre la almohada, un mechón a punto de resbalar por tu hombro derecho. Tu espalda levemente encorvada, acurrucada, pero larga, como un camino que se ensancha.

En lo que resta libre de la cama ya no hay nadie. Se ha ido. Tan rápida, tan invisible es su presencia. Y te ha dejado tan sola…yo no entiendo, ¿cómo es posible?

Quisiera acostarme junto a ti y morirme a tu lado. Amalia, duermo al compás de tus pulmones. Duermo, pero antes cuento una a una tus vértebras, y me enamoro.
Remo...

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